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el número 2 en el Registro de Fundaciones Privadas de carácter cultural y
artístico de la Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía, con fecha 29 de
julio de 1985. Tiene por objeto el estudio y promoción de la cultura
tradicional andaluza y su relación con otras áreas culturales. Su denominación
es un permanente homenaje al iniciador de los estudios científicos de cultura
tradicional en Andalucía, Antonio Machado
y Álvarez «Demófilo» (1846-1893). creador y director de la revista «El Folk-Lore
Andaluz».
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CONTEMPORÁNEO
JIENNENSE
Emilio Luis Lara López
«[...]Son los olivares de Jaén, /y son la vida, y son la luz.!Todo en este lugar es verde
afable.![...]
Que esto no es Jericó, que esto es Jaén./Aquí Dios es
humano/ y es campesino
como fue tu
padre./Abraza aquí un olivo, olvídate.[...]»
José
Luis Anta Félez y José Palacios Ramírez (Editores).
La cultura del aceite en Andalucía.
La tradición frente a la modernidad.
Sevilla.
Fundación Machado, 2002.
En el panorama artístico del Jaén
de la segunda mitad del S. XX, el olivo y por extensión, todo lo relacionado
con él, por efectos de la importancia socio económica de esta planta, ha
desempeñado un papel capital y ha alcanzado tal relevancia, que, sin lugar a
dudas, puede considerarse uno de los iconos -si no el icono por antonomasia- de
la ciudad de Jaén y de la provincia. Sin embargo, esta preeminencia del árbol,
por lo que al arte se refiere, no debe trasladarse al pasado, ya que será a
principios del XX cuando los artistas, primero los fotógrafos y luego los
pintores, se fijen en el olivar, concediéndole sólo en la segunda mitad del
siglo el carácter de símbolo de una tierra, de una ciudad.
Entre lo elementos identitarios del jaenismo (Anta,
2001), estaría el olivo, o dicho más ponderadamente, la cultura del olivar,
árbol que mueve y promueve la economía provincial, y que por la intensísima
labor de presentismo acometida desde variadas
plataformas institucionales, se ha consagrado un discurso que falsea la
historia, pues se ha inventado una omnipresente tradición en torno al olivar,
considerado una cultura total que ha
existido desde siempre, de toda la vida, siendo, a mi entender, muy
elocuente el siguiente texto de José Luis Anta:
"[...]El olivo, por ejemplo, ha pasado de ser un elemento del discurso campesino a formar parte de la idea de industria hacia el futuro. Es más, al realizar un discurso de identidad en torno a este árbol se han cargado las tintas en el doble juego de lo tradicional como realidad histórica -que se puede decir que se establece casi como el único sentido identitario global, haciendo un paralelismo entre el monocultivo y el mono discurso-. Y así, se estipula conservar ciertas almazaras tradicionales como parte de lo que el pasado ha sido, sin darse cuenta que habría que hacer un análisis muy local, ya que hasta hace no menos de cuarenta años ciertas zonas que hoy son un mar de olivos fueron zonas dedicadas al cereal. Pero al estipular un jaenismo positivo, donde lo global asuma de forma normalizadora a lo local, se olvidan detalles que trascienden al propio objeto sobre el que se construye. Así, por seguir con el mismo ejemplo, se establece que el olivar se ha de observar como un elemento productivo e industrial, cosa con la que prácticamente todo el mundo en Jaén está de acuerdo, y nos olvidamos lo que significa el propio árbol (con su carga de metáforas a la masculinidad, sus significados humanizados o la división por géneros del trabajo) o el elemento de economía simbólica que suponen las pequeñas fincas y que son el aUténtico motor socio-económico de la provincia. Así, la identidad de Jaén sobre un único elemento, el olivo, no permite las diversidades culturales de carácter local. Es más, esta identidad global sobre el olivo como industria -que, repito, parece la única verdad para todo el mundo- niega, a la vez, la capacidad creadora de significados sobre un elemento que tiene tanto de moderno, como de tradicional, que es tan evocativo, como, a la par, una fuente de realidades económicas" (Anta, 2001: 25).
Ante ello, el propósito de este
trabajo es rastrear las representaciones artísticas del olivo en Jaén, para
entender que van a ser concurrentes en la historia dos discursos: 1) el
discurso social, político y económico en torno a la construcción de la cultura
del olivar, y 2) el discurso iconográfico del olivo.
En Jaén, la primera representación clara del olivo aparece
en el albor del S. XVI, la época en la que, tomando el préstamo conceptual y
textual de Johan Huizinga,
la ciudad vive el otoño de la Edad Media de
manos del obispo Alonso Suárez de la Fuente del Sauce (1500-1520). Durante su
episcopado, J que fuera Inquisidor General y Presidente del Consejo del Reino,
alentó y promovió edificaciones en la diócesis jiennense, sobresaliendo el
testero de la catedral de Jaén. Se conserva la moldura gótica flamígera del
exterior del cabecero -iniciada su ejecución en 1500-, la que se extiende por
la calle Valparaíso, más conocida en el habla coloquial como callejón de la mona, como resultado de
una metonimia, al identificarse popularmente una de las figuras del friso como
un animal, en concreto, una monal[1]. En esta moldura, justo
antes de la figura del pelícano (alegoría de Cristo), aparece esculpido un
olivo. La morfología del árbol es lo suficientemente naturalista para permitir
identificado sin equívocos. El olivo será el árbol sagrado por excelencia para
la civilización judeocristiana. En la Biblia las alusiones al carácter sacro de
esta planta son frecuentes, y cuando se hable de las maravillas del Templo de
Salomón, el olivo será una de ellas, al estimado una de las joyas que engalanan
Jerusalén. Además, el olivo será símbolo de la Redención, cuyo zumo oleáceo alimenta a los ungidos por el Señor.
El motivo de situar un olivo
precediendo al pelícano en la secuencia salvífica
iconográfica del friso gótico isabelino, significa que dicho árbol ejemplifica
el óleo que se derramará sobre la humanidad con el advenimiento de Cristo en la
tierra, con su encarnación e inserción en la historia. En el Apocalipsis
hallamos la siguiente alusión:
"Éstos son los dos olivos y los dos candeleros que están delante del Señor de la tierra. Si alguno quisiere hacerles daño saldrá fuego de su boca que devorará a sus enemigos. Ellos tienen poder para descender del cielo para que la lluvia no caiga en los días de su ministerio profético y tienen poder sobre las aguas para tornadas sangre y para herir la tierra con todo género de plagas cuantas veces quisieran" (Ap. 11, 4).
San Isidoro de Sevilla, en las Etimologías, considerará el olivo como
el árbol de la paz, adoptando el carácter que en Roma se daba a las ramas de
olivo, pues la diosa de la Victoria se representará como una imagen femenina
coronada de laurel llevando en una mano una palma y en la otra un ramo de
olivo. Y la diosa Pax se representará asimismo sosteniendo un
ramo de olivo, asociando el triunfo militar al advenimiento de una época
pacificada. Jesucristo, en su entrada triunfal en Jerusalén, será aclamado con
palmas y ramas de olivo gritando hosanna,
bendito el que viene en nombre del
Señor, y en los prolegómenos de la Pasión, orará y sudará sangre en el Getsemaní, el Huerto de los Olivos. Por lo que, entre la
polifonía semántica del olivo, en el friso del testero catedralicio, el
significado que más le cuadra es el de símbolo de la salvación del género
humano gracias a la intercesión de Cristo.
Pero además, en la cenefa, se
contiene una iconografía cuyo simbolismo enlaza, soterrada o explícitamente, el
templo jiennense con el templo salomónico.[2] Esta consideración de la
catedral como un nuevo templo jerosolimitano -que merece un estudio en
profundidad desde la perspectiva de la historia del arte- vendría dada, ante
todo, porque si en Jerusalén se guardaba el Arca de la alianza, en Jaén se
hacía lo propio con el Santo Rostro, tenido como reliquia de Cristo. Y esta identificación icónica de Jaén/Jerusalén
durante el episcopado de Alonso Suárez, puede observarse también en el tenebrario
del Maestro Bartolomé (Museo de la catedral de Jaén).
Este objeto litúrgico, de hierro
forjado, se realizó en la época transicional del
gótico al Renacimiento, durante el periodo episcopal de Alonso Suárez de la Fuente,
cuyo escudo aparece en la macolla. El gran disco del tenebrario tiene dos
escenas evangélicas consecutivas: la oración en el Huerto de los Olivos y el
Prendimiento. En la cara del medallón correspondiente a la Oración en Getsemaní, la escena bebe de las composiciones pictóricas
renacentistas italianas, pues las imágenes aparecen yuxtapuestas, sin
principios perspectivos, alineándose las figuras en paralelo y representándose
las distancias en función de leyes de jerarquía visual. Domínguez Cubero (1989)
encuentra semejanzas entre esta escena de metal y la tallada en madera en el
coro catedralicio, ejecutada su primera fase ocupando la cátedra episcopal
Alonso Suárez. Los personajes del amplio medallón del tenebrario del maestro
Bartolomé, al igual que los del panel de la sillería coral, están colocados en
dobles planos, según los convencionalismos centro europeos asumidos por los
pintores de la escuela de Siena y por Mantegna sobre todo, de manera que se estructuraría la
escena en un doble plano conceptual: el superior quedaría reservado para la
esfera divina, situándose ahí Cristo y el ángel que le anticipa la crudeza de
la Pasión, reservándose el plano inferior para lo terrenal, en el que se
insertan los apóstoles durmientes, sobre
un fondo con Jerusalén lejano, evocador por cierto de la topografía de la
ciudad de Jaén (Domínguez, 1989: 109).
Esta sugerente y brillante
apreciación de Domínguez Cubero, anuda la consideración de Jaén como trasunto
de Jerusalén en un doble sentido: iconográfico y conceptual. En la esfera de la
iconografía, el olivo sería el árbol simbólico de la Pasión, pues ésta comienza
en Getsemaní, en las afueras de Jerusalén. Yen el
medallón del tenebrario, se han labrado olivos, cuya forma globular se
distingue del porte de las palmeras que también aparecen. La topografía de
Jaén, sobre todo la correspondiente al cerro de Santa Catalina y algunos
enclaves del término municipal, moteados de olivares, recordaría a Jerusalén,
por lo que, en el programa artístico auspiciado gracias a la labor de mecenazgo
del obispo Alonso Suárez, Jaén vendría a significar, conceptualmente, una
suerte de "nava
Jerusalem. Efectivamente, en dos paneles de la
sillería del coro catedralicio, tallados bajo el episcopado de Alonso Suárez,
aparecen olivos: en la oración en el huerto de Getsemaní
y en el Prendimiento, tras el traidor beso del Iscariote.
En ambas tablas, los olivos presentan tres grandes ramas saliendo del tronco,
teniendo el conjunto de hojas una forma globular.
Dejando atrás el canto de cisne
del Jaén medieval en las dos primeras décadas del Quinientos, en el proyecto vandelviriano de la catedral, ésta, estructural y
simbólicamente, continuará, ahora desde la fontana humanista, el discurso
conceptual de religar el templo jiennense con el salomónico:
"[...]con
un claro sentido práctico y simbólico del espacio, pues los balcones
[interiores, del piso superior] corresponden a otras tantas dependencias que,
como si de una domus sacerdotalis anexa
al Templo de Salomón se tratara, se incorpora aquí y se abre al gran «salón»
del templo[...]" (Galera, 2000: 109).
Centrándonos de nuevo en los
olivos, éstos vuelven a representarse en un lienzo del XVIII, en concreto, en Ángel sosteniendo el Santo Rostro (Museo
Provincial de J aén). En este cuadro, un ángel, vestido
a la dieciochesca, sostiene entre las manos un paño con el tema, en puridad, no
del Santo Rostro, sino de una Santa Faz, una ligerísima variación iconográfica
no percibida fuera de los límites jaencianos, pero
que es menester aquilatarla. El Santo Rostro sería cualquier recreación del
tipo iconográfico (icono bizantino) conservado en la catedral, mientras que una
Santa Faz sería toda figuración que plasmase la cara de Cristo en un sudario,
pero cuyos rasgos fisonómicos se apartan de las convenciones pictóricas
bizantinas cuyo exponente es el Santo Rostro jaenés. El hecho de que figure una
Santa Faz en el lienzo citado entraña que la obra se ejecutó fuera de los
círculos artísticos jiennenses, ya que el autor no conocía de primera mano el
Santo Rostro venerado en la catedral.
Pues bien, en dicho cuadro (óleo
sobre lienzo), en el ángulo inferior izquierdo, encontramos unos árboles cuyo
aspecto es el de olivos, a juzgar por los troncos cortos, oscuros y retorcidos,
por el ramaje y por su porte no muy grande. Así, el situar en un paraje
campestre al ángel, con el Santo Rostro/Santa Faz y resaltar en él la masa
vegetal de unos olivos, contextualiza la escena en Getsemaní, el atrio de la Pasión, si bien también podría
significar enmarcar la escena en Jaén, identificando el binomio Santo Rostro/
olivo como peculiaridades de la ciudad, aunque no creo que esta última lectura
fuera la correcta, pues de hacerla estaríamos presentizando
un esquema mental de nuestros días: el olivo como árbol por antonomasia de
Jaén, y esto no ha sido así a la luz de la historia.
No obstante todo lo apuntado
anteriormente, las escasísimas apariciones del olivo en el arte de la capital
del Santo Reino, se encauzan más en el sentido de destacar el polisémico carácter simbólico de la planta, y no en
establecer una relación Jaén=olivos, pues esto es
falso. Es evidente que el término municipal jiennense, por mor
de las peculiaridades de la agricultura de la cuenca mediterránea,
caracterizada por la trilogía cereal, olivo y vid, tuvo plantaciones de este
árbol, mas ni mucho menos en régimen de monocultivo al
igual que en época contemporánea.
En el Jaén andalusí (Yayyan), el
olivo tendrá una notable importancia,
destacando también el cultivo de la vid y de la higuera (Aguirre; Jiménez,
1979: 58). En la Baja Edad Media (S. XV), el olivar, en las terrazas del Guadalbullón, compartirá presencia con huertas, viñedos y allozares, situándose los olivos cerca de la ciudad
buscando con ello facilitar la vigilancia, ya que la situación fronteriza
jaenesa le hacía fácil víctima de las
razzias nazaritas, peligro que no compensaba el largo
periodo de crecimiento de este árbol (López Cordero, 1998: 42). A comienzos
del XVI, abundarían sobremanera las tierras
de pan llevar, pues la producción cerealista, la ganadería y la viticultura
superaban los rendimientos oleícolas (Coronas Vida, 1994: 291). Rodríguez
Molina también señala que el peso específico del olivar no era, en los inicios
del XVI, como en tiempos actuales:
"Que
la realidad oleícola andaluza actual y el monocultivo olivarero jiennense no
fueron siempre así, nos lo muestra el estudio de los datos facilitados por los
libros de cuentas del Diezmo eclesiástico, confeccionados por cabildos
catedralicios o recaudadores de la corona, beneficiaria, en suma, de este
impuesto religioso. Las estimaciones cuantitativas elaboradas a partir de la
recaudación decimal de 1510-1512 nos ofrecen un panorama del olivar andaluz
completamente distinto del que nosotros y nuestros inmediatos antepasados
acostumbraron a contemplar" (Rodríguez Molina, 1989: 275).
Aceituneras, óleo
de Miguel Viribay (Subdelegación del Gobierno de ]aén).
En el S. XVII, nuestra grasa
vegetal se utilizará, amén de para guisar, para fabricar jabón y para iluminar,
compitiendo los candiles cebados con aceite con la cera, de más subido precio.
De todos modos, la introducción del aceite en la cocina de los cristianos
viejos será muy lenta, pues los limpios de sangre judía o morisca preferían aún
usar grasa animal en la comida, para así distinguirse de la gastronomía judeomusulmana, que se había caracterizado por el uso del
aceite de oliva (Coronas Tejada, 1994: 88). La ciudad adolecerá de una
producción aceitera deficitaria, aumentando esta circunstancia conforme se reducía
alarmantemente el cultivo del olivar en su término municipal, proceso que
hundía sus raíces a finales del S. XVI, pues empiezan a arrancarse muchos de
estos árboles en Jaén, intentando poner freno el cabildo municipal prohibiendo
la tala indiscriminada de olivos, necesitándose para ello la oportuna licencia.
No obstante, esta medida del concejo de la ciudad no logra evitar que, durante
el S. XVII, continúen las masivas talas de estas plantas, dedicando la tierra
al cultivo ceralístico, por lo que a fines del XVIII,
los olivares se concentrarán en tierras de poca calidad, no alcanzando la
molturación de aceituna para abastecer las necesidades de los jiennenses,
puesto que, para más inri, las tierras más féraces, las regadas, sólo tenían olivos desparramados,
extendiéndose los poquísimos olivares por la zona montuosa del sur del término
de Jaén (López Cordero, 1998: 96). Sánchez Salazar analiza la paupérrima
situación del olivar al mediarse el Siglo de las Luces:
"El olivo tenía escasa importancia en el reino de Jaén, según se desprende de la superficie que ocupaba en 1749 Y 1750. Casi todos los pueblos tenían olivares, aunque no dedicaban mucha extensión a este plantío. El porcentaje que suponía con respecto a la superficie labrada era bajo. Los vecinos buscaban abastecerse de un producto no abundante[...]El olivo se estaba expandiendo en el siglo XVIII, con frecuencia a costa de los granos. Las cifras sobre su expansión, aunque incompletas, muestran que ésta no fue muy relevante" (Sánchez Salazar, 1989: 89).
De hecho, el Deán Mazas comentará que:
"Todo el golpe de olivares se halla en la peor tierra de esta jurisdicción[...]como el terreno es ingrato, y las lluvias del Invierno han robado la mejor tierra, no dan ya fruto de sustancia, y harto será que en buenos años alcance para el consumo de la Ciudad" (Martínez de Mazas, 1794: 380).
Como buen ilustrado, el canónigo
aludirá a lo lamentable de: la poda, su falta de cuidados anuales, la recogida
de la aceituna a destiempo y del proceso de molturación de la aceituna seguido
en Jaén, pues en los molinos, la mezcla de calidades de aceitunas y la molienda
de la pulpa junto con el hueso, daban como resultado que "no sale el azeyte tan limpio y delicado como debla" (Martínez de
Mazas, 1794: 383). Será en los estertores del XIX cuando esta grasa vegetal vea
mejorada su calidad, haciéndose mucho más agradable al paladar, y la mejora de
las vías de comunicación españolas, así como la vertebración del solar nacional
gracias al tendido ferroviario, fracturarán la secular economía jaenera de
autoconsumo, posibilitando la creación de mercados regionales y nacionales,
fomentándose asimismo la especialización de cultivos, momento en el que
eclosionará el olivar, expandiéndose como una densa mancha aceitada por los
predios jaencianos. Por lo tanto, será a lo largo y
ancho del S. XX cuando el olivar, se convierta realmente en un monocultivo
(sobre todo tras la Guerra Civil), y al paisaje jaenés se le aplique la
metáfora, tan manida y tópica ya, de mar
de olivos. Por lo que es en el S. XX cuando cobra sentido pleno el
sintético poema machadiano Campo, campo, campo./Entre los olivos/los cortijos blancos, o el de
Miguel Hernández Andaluces de
Jaén/aceituneros altivos'/decidme en el alma/de quién son esos olivos.
En la paisajística decimonónica jaenera sobresale Genaro Giménez de la Linde (1827-1885). Simultaneó la práctica
profesional de la pintura y de la fotografía, abriendo estudio fotográfico en
Jaén, estando éste situado en el callejón del
Circo Gallístico, también denominado Rueda
sin salida[3].
Este autor, firmaba sus obras pictóricas como Giménez, prefiriendo la grafía Ximénez para
timbrar sus retratos fotográficos. Para el tema que nos atañe, entresacamos Puerta de Granada, un óleo sobre tabla
(39 x 30 cms.) ejecutado en 1879 y expuesto en el
Museo Provincial de Jaén. Este paisaje, cuyo encuadre denota un origen
fotográfico en el que, sin lugar a dudas se apoyó el pintor, muestra una
vertiente del cerro de santa Catalina y la silueta del castillo homónimo, así
como casas de edilicia popular y figuras vestidas a la
usanza jaenera. Yen el lateral izquierdo de la tabla hay algo más de media
docena de olivos, por lo que se ha condensado en la obra una estampa típica de la ciudad, heredera del gusto
romántico, generándose una escena "costumbrista, ambientada con diversos
personajes, que reproduce un paraje reconocido de las afueras de Jaén" (Eisman, 1992: 117). En este cuadro, el olivo no se yergue
como protagonista visual, y si reparó en estas plantas el artista tan sólo fue
por ser elementos naturales del paisaje -entre otros-, sin que llegara a
otorgarles una categoría simbólica.
Habrá que esperar al umbral del S.
XX para que el olivo, en el planetario del arte, sea considerado, en sí mismo,
un elemento simbólico de la cultura y del paisaje jaencianos.
Mas esto vendrá de la mano de una de las artes más recientes por aquel
entonces: la fotografía. Y esta labor la realizará Arturo Cerdá y Rico[4] un aficionado fotográfico que sobresaldrá en el campo del pictorialismo. Este médico nació en Monóvar
(Alicante) en 1843, y tras desplegar casi toda su vida profesional en Cabra del
Santo Cristo, falleció en dicha localidad jaenera en 1921. Se dedicó con
fruición a la toma de placas estereoscópicas, una modalidad fotográfica cuya
principal virtud era la de, al visionar los positivos por medio de un visor
especial, obtener una verosímil sensación de tridimensionalidad
y profundidad de los objetos fotografiados. Su ingente archivo de placas
estereoscópicas, también denominadas verascópicas -un
galicismo--, conformado desde finales del XIX hasta 1921 -poco antes de su
deceso--, contenía múltiples ejemplos de aceituneros en plena fanea recolectora, erigiéndose -ahora sí- el olivo como
protagonista de lo jiennense, pues se le reconocía un valor múltiple, que nacía
de su importancia en la vida socioeconómica provincial, y desembocaba en elevar
a la categoría de árbol artístico una planta, tan humilde, milenaria, atávica y
mediterránea como era el olivo.
Este galeno fotógrafo tomará,
entre 1899 y 1910, una panoplia de instantáneas relacionadas con el olivar:
labores de arado, preparación del arbolado para ser fumigado con ácido
cianhídrico para luchar contra la plaga de la mosca, cava de los pies de los olivos,
la colocación de grandes esteras bajo los árboles para recoger la aceituna[5], el avareo,
el rellenado de sacos con aceitunas[6], etc. Antes he comentado
que Cerdá y Rico será un aficionado -amateur
se decía en tiempos-, es decir, un fotógrafo que no comercializará su
producción de instantáneas, no moviéndole el ánimo de lucro el hacer fotos,
sino el afán por practicar este arte. La clase media será la que nutrirá las
filas de los operadores aficionados, pues éstos, en muchas ocasiones,
conseguirán una obra fotográfica que igualará en calidad a la de los
profesionales, e incluso alguna vez, el prurito de estar a la última, les
llevará a ejercitarse en algunas temáticas antes vedadas o denostadas por los
profesionales con estudio abierto.
Cerdá y Rico, como ya he dicho,
descollará en la fotografía pictorialista, una
modalidad injustamente vilipendiada por la historiografía fotohistórica,
pues se le han dado unos varapalos a todas luces inmerecidos que conducen a una
palmaria demonización del pictorialismo.
No es que yo reivindique el pictorialismo como
quintaesencia fotográfica, ni mucho menos, pero considero que este movimiento
fotográfico hay que contextualizarlo en una forma
concreta de entender el arte a fines del XIX y comienzos del XX. Las acibaradas
críticas, muchas de ellas con cajas destempladas del pictorialismo,
según mi entender, hay que encuadradas en la formación académica de muchos de
los fotohistoriadores, pues a menudo adolecen de un
riguroso conocimiento de la historia y de la historia del arte, y o bien son
documentalistas de formación o profesionalmente no se dedican a impartir la
docencia de la historia, o bien son autodidactas que se aventuran a enjuiciar ismos fotográficos evidenciando sus lagunas académicas.
Así, estimo más ponderado conectar el pictorialismo
con un planteamiento artístico muy bien trabado conceptualmente que parte del
impresionismo, tanto en su vertiente pictórica como escultórica, se entronca
con el gusto por los .temas populares y costumbristas auspiciados por la Academia
y que intenta equiparar artísticamente la fotografía con la pintura, utilizando
para ello una panoplia de técnicas precursoras de la estética cinematográfica y
que pretender excavar en la realidad que nos ofrecen las sensaciones visuales
para traspasada, para atrapar lo surreal, lo que hay
más allá.
Pero, ¿y
qué es en definitiva el pictorialismo? Fue un
movimiento impulsado por la burguesía nacido oficialmente en 1891, al amparo de
una exposición vienesa, y que languideció en la década de los veinte. Este
movimiento aupó la fotografía a la misma consideración artística que la
pintura, por lo que los fotógrafos se rebelaban contra la vulgar comercialización fotográfica llevada a cabo por un ejército
de operadores profesionales interesados sólo en retratar fidedignamente del
natural, sin aportar nada desde un punto de vista personal. Quien empuñaba la
cámara personalizaba cada toma, pues se utilizaban filtros para huir de lo
nítido, se positivaban los negativos en procesos de
revelado manuales para modificar la imagen a base de brochazos, pinceladas y
uso de rascadores, intentado imitar las composiciones de la pintura japonesa y
de la de Turner, Degas y Monet (Castellanos, 1999: 179).
El pictorialismo
español estará muy influido por el regeneracionismo, que espoleó las
conciencias de muchos intelectuales tras el Desastre del 98, buscando este
movimiento fotográfico la esencia de lo español por medio de lo etnográfico y
antropológico que late en el regionalismo, y el fotógrafo, hará las veces de
director de escena, pues, recolocará a las personas preparando los encuadres, y
les dirá qué pose adoptar antes de apretar el botón de disparo de la cámara,
consiguiendo así una fotografía a caballo entre el documentalismo y lo
artístico, pues el operador retocaba la foto resultante.
El aficionado Cerdá y Rico, le
dará a las fotografías de olivares y aceituneros un tratamiento pictorialista pero descafeinado, debiéndose encuadrar mejor
estas placas en el documentalismo etnográfico que floreció a finales del XIX y principios
del XX en EEUU y Europa, caracterizándose por retratar oficios y situaciones
pero no como medio de denuncia social, sino como una forma de consignar la vida
cotidiana de unos estratos sociales desde una óptica documentalista/pintoresquista. Este pionero tratamiento fotográfico por
parte de Cerdá y Rico de los olivos y de los aceituneros, será imitado en la
provincia por otros operadores en las primeras décadas del S. XX[7]
En la parcela pictórica será José Nogué Massó el primero que, en su fructífera etapa jiennense
durante la década de 1920, se detendrá a pintar olivos, no sólo como elementos
arquetípicos del paisaje jaenero, sino como iconos de éste. Los óleos de Nogué se caracterizarán por el dominio de la luz, herencia
de su primera etapa de pintura impresionista, y será el más individualizado paisajista jaenés, si bien sus maneras de
trasponer al lienzo los campos y encuadres serán seguidos hasta la saciedad con
garrulos y miméticos amaneramientos por una falsa
escuela (Urbano, 1989: 284). Este pintor y profesor en la Escuela de Artes
y Oficios de Jaén, pinta paisajes jienneses en los
que descollan lomas de olivares, como es el caso de La catedral de Jaén (1924), Primavera en Jabalcuz
(1925), Cortijo de los Leones (1925),
y La silla del Caballo (1925, Museo
provincial de Jaén), elevando por vez primera en el arte jiennense el olivo a
la categoría de icono en el cuadro Olivos
(1925), en el que, emergiendo de una tierra rojiza, varios olivos
protagonizan la escena.[8] Nogué
Massó llevará al cénit en lo
que a paisajística jenera, lo que apuntó años atrás
Cristóbal Ruiz[9]
en el lienzo Paisaje de Peña Cubillas (1914,
Museo Provincial de Jaén), en el que se sitúan algunas hileras de olivos en un
espeso clima de silencio y melancolía.
El olivo, como icono propagandístico,
traspasará los umbrales jaencianos y será utilizado
por el gobierno de la Segunda República para promocionar, en 1934[10], el aceite de oliva como
una grasa vegetal con aplicaciones médicas, cosméticas y gastronómicas. En
plena efervescencia de la potencialidad que la cartelística
había adquirido a nivel internacional, se edita un cartel en el cual, un
inmenso y protector olivo, cuyo tronco y ramas están pintados con los tres
colores de la bandera republicana, cobija bajo su sombra benefactora diversos monumentosiconos de diferentes países y culturas, a saber:
la torre Eiffel, la pirámide de Keops,
una pagoda, la torre inclinada de Pisa, la Giralda, el parlamento londinense,
la Sagrada Familia de Barcelona, el Empire State, el Partenón, etc. El pie de dicho cartel reza: Todo el mundo prefiere el aceite de oliva
español, ejemplificando esta muestra cartelística
el hecho de que los diseñadores gráficos, en los años veinte y treinta, eran
"técnicos de la forma y del color en las artes icónicas aplicadas",
de forma que "el cartel dejaba de considerarse un producto artístico para convertirse en un medio técnico comunicativo" (Gubern,
1997: 56).
Una vez que Nogé
Massó abandonó Jaén, José Tamayo Serrano será quien
capitalice la pintura jaenera, destacando entre su producción el cuadro La ermita andaluza (1924, Diputación
Provincial de Jaén), en el que, desde un neoimpresionismo con agregaciones
regionalistas, logra una bella obra, deudora en buena medida de la estética noguessiana, en la cUal una loma de olivares se destaca
entre otros portes arbolados y tipos edilicios. No obstante, no será Tamayo un
artista que represente el olivo como icono, sino enmarcándolo en la
paisajística jaenera.
Mediado el S. XX la figura de
Rufino Martos se destaca en el microcosmos jiennense, ejerciendo como referente
en "los pintores que por estos pagos se inician en la década de los
cincuenta" (Pérez Ortega, 1997: 293), yen sus prototípicos paisajes serreños, de paleta sobria y grave, hay que citar Paisaje de Hornos de Segura (Museo
Provincial de Jaén), apareciendo en primer término un olivo, con lo que tampoco
este árbol se erige como símbolo de una tierra y de una cultura, sino que
simplemente contextualiza un paraje en la serranía.
La obra de Zabaleta,
tan vasta y apegada al terruño universalizado, tan influida por la larga sombra
de Gutiérrez Solana y del Picasso cubista, de la vuelta al orden de entreguerras y postcubista, también trató, como es lógico, el tema del
olivo, aunque el árbol actúe como figurante en la escenografía zabaleteña/quesadeña, y no como
primera estrella. Podríamos citar su cuadro El
pastor Félíx (hacia 1948), en el que vemos lomas
de olivares, así como tantos otros en los que se acentúa lo telúrico de su
pueblo.
Los infinitos campos de olivares
van a ser tratados desde la óptica naif por Manuel
Moral Mozas (1908-1989), pespunteando de ingenuos
olivos las lomas jaeneras, repitiendo las hileras arboladas ese extraño
ritmo hipnótico que fundamente lo naif. El terreno de
la escultura, paradójicamente, ha sido hostil para los artistas dedicados a la
iconografía olivarera, y sólo hay una incursión en lo escultórico debida a Juan
Moral, hijo del pintor naif, como es la denominada Torre de Jaén, enclavada en la
Universidad, frente al edificio del rectorado. En esta torre metálica se
horadan unos motivos figurativos y epigráficos que sintetizan las diferentes
culturas que han dejado huella en la zona jiennense, y como símbolo de lo
mediterráneo, los contornos de unos olivos hacen acto de presencia en este
tubo/torre/chimenea.
Carmelo Palomino Kayser (1942-2000), uno de los más sólidos puntales de la
pintura jaenciana de la segunda mitad del S. XX, y
uno de los artistas que mejor ha sabido universalizar intelectualmente la
ciudad y sus gentes a través de su amplia obra, trató con fruición el tema del
olivo, teniendo la temprana intuición de vedo como icono jaenés. La producción
de Carmelo Palomino tendrá una deuda perpetua con el postimpresionismo de Cézanne y Van Gogh, con el expresionismo
alemán, y con Velázquez, Goya, Picasso
y Zabaleta. y asimismo con
los encuadres picados y contrapicados descubiertos por la fotografía, y cuyos
códigos narrativos visuales descubrirá Van Gogh y
aplicará en muchas de sus telas. Con todos estos débitos, convenientemente
yuxtapuestos o mezclados, y por épocas relegados y vueltos a llamar, la paleta
de Carmelo Palomino logra una personal y sugerente iconografía del olivar que
arranca del bienio 1969-70, en el que los olivos son oníricamente globulares.
En 1975 crea unos olivos muy cézannianos, y en las
décadas de los ochenta y noventa, la poética vangohniana
y el dictus del holandés se patentizarán en los
olivos de Carmelo Palomino Kayser[11], trasplantando a esas
humildes plantas la misma sensibilidad que tuvo el artista jaenés al captar el
pozo de humanidad que habita en los seres marginales, tal y como plantean los
lienzos velazqueños de los bufones y enanos.
El olivo, además de como icono,
será considerado como árbol emblema por José Rodríguez Gabucio,
exquisito y escrupuloso pintor, ceramista y grabador. En un aguafuerte
realizado en 2002 (el que reproducimos es una prueba de estado), Pepe Gabucio aísla conceptualmente un recio y viejo olivo y lo
dibuja nivelando la importancia del ramaje y del tronco, por lo que rescata los
códigos narrativas de los grabados del XVII Y XVIII de presentar el árbol como
algo emblemático y polisémico y portador de valores
morales. Con este aguafuerte, Rodríguez Gabucio
desentierra el concepto de virtus tan
extendido en la antigüedad, y al repensado desde nuestros días, le añade al
olivo el valor de detentar la razón de ser socioeconómica de Jaén, obteniendo
un icono contemporáneo al adicionarle más significados de los que tenía el
olivo en la tratadística iconológica clásica.
La figura realmente señera en el
tratamiento del olivo como icono del arte contemporáneo, será Miguel Viribay y ello por un hecho: dentro de las temáticas
tratadas por este autor, el olivo será una de las más, si no la más
representativa de su obra, y además, en todas sus etapas pictóricas, Viribay se ha planteado los olivos no como contextualizadores geográficos de una tierra, la de Jaén,
sino como símbolos de la vieja, y por ende sabia cultura mediterránea de una
zona meridional: la jiennense, consiguiendo que este icono jaenero trascienda
el circuito amurallado de la ciudadela del localismo y se proyecte nacional e
internacionalmente.
En el decenio de 1960, los olivos
de Viribay saltan al panorama del arte español, pues
Julio E. Miranda[12]
titula una reseña acerca de este autor Miguel
Viribay: pintor de olivos, comentando acerca de estos campos de olivares que "es
lo mejor que pinta, y casi lo único. Olivos retorcidos[...]olivos
con fondo comunitario, extensos campos con cielos mínimos de tonos oscuros. Porque
son esos los paisajes que él sabe, que conoce desde hace muchos años[...]". El óleo Tierras
(1969, Museo Provincial de Jaén) , es una pintura con mucha pasta en la
que, al fondo, aparecen montes de olivares, y el ambiente de serenidad secular,
sin hiatos de corte anecdótico o pintoresco, hace que este paisaje haya
enraizado en un presente continuo y de tiempo largo, casi atemporal, que tienen
las tierras de olivos de Jaén.
En los años setenta, en el periodo fauvista
de Viribay, una exposición suya será recibida por
Camón Aznar[13] con el elogio de
"¡Qué pompa de color!", escribiendo José Camón"[...] elige Viribay temas otoñales en sus árboles que se alzan como
temblorosas llamas de oro", destacando la obra Monte de olivos. En 1974, José G. Ladrón de Guevara, en Una aproximación al paisaje de Miguel Viriba[14],
hará constar:
"[...]Aquí están los campos de Jaén -su espíritu-, transfigurados por la mano de un artista que los pinta desde dentro, desde el propio corazón, o centro, de la luz que los configura y vivifica. Son los paisajes que nos entrega un hombre desde sus ojos de niño. Tierras olivos, cielos, fachadas[...]".
Esos paisajes jaeneros, de
alineados olivares, hablan, con ritmo musical, de la cadenciosa e interminable
continuidad de árboles, anunciando estas tierras que en ellas sucedió algo
(Urbano, 1989: 307). Viribay logrará, en su periodo
plástico de madurez, una poetización del olivo, pues conseguirá que un árbol,
de por sí grávido y de tronco retorcido, se transmute en una planta de
deletérea floración en la que los violetas se adueñen del verdor[15]. Mas con toda esta larga
y asentada visión del árbol oleícola, Miguel Viribay
dará un paso más y en 1997 concebirá un olivo para que, fundido en bronce, sea
entregado a modo de estatuilla en el reconocimiento que el diario JAÉN dispensa
a los Jiennenses del año. Este olivo,
cuya figuración apenas es un emerger de las aguas de la abstracción, fue
producto de varios bocetos hasta llegar a una visión definitiva[16].
Olivo, aguafuerte
(prueba de estado) de José Rodríguez Gabucio.
Este ideación del olivo como
recuerdo simbólico de una ciudad, de una tierra y de unas gentes, cerrará el
ciclo iconográfico de esta planta de la cuenca mediterránea, e incluso la
generalidad de los jaeneros harán suya la estatuilla de un olivo de plata como
el prototipo de la simbología jaenciana, ya que las
joyerías de la ciudad o&ecen una surtida panoplia
de olivitos argénteos, que son regalados a las personas ilustres, las personalidades que visitan Jaén con
motivo de actos protoColarios, conferencias, jornadas
congresuales, etc., e incluso los jiennenses se regalan entre sí olivitos
plateados para conmemorar efemérides, léase jubilaciones, bodas de plata y de
oro, pregones, charlas, etc., etc., con lo que el olivo, realmente, se ha
convertido en el símbolo identitario doméstico de
Jaén, entendiéndose así este poema de Juan Rejano: Nació bajo de un olivo./Con buen sitio nació
el niño./Para nacer, nacer bien./?Hay mejor cuna en la tierra/que un olivo de
Jaén?/ Con buen sino nació el niño:/sombra y fruto por amigos[17].
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1 .- La interpretación que he realizado de esta moldura gótica isabelina puede verse en Emilio Luis Lara López, "El friso gótico de la catedral de ]aén: una alegoría de la Resurrección.", en B.I.E.G. Jaén, 1999. Número 172. En concreto, las referencias al olivo aparecen en las págs. 960-962. ~
[3] .- Un análisis de la vertiente fotográfica de Genaro Giménez puede verse en la obra de Lara Martín-Portugués, Isidoro y Lara López, Emilio Luis, La memoria en sepia. Historia de la fotografía jiennense desde los orígenes hasta 1920. Jaén, 2001. En lo concerniente al ámbito pictórico de Giménez de la Linde, destaca el texto de Viribay Abad, Miguel, "El arte en Jaén durante el siglo XIX", en Jaén. Colección nuestra Andalucía. Granada, 1989, así como el valioso estudio de Eisman Lasaga, Carmen, La pintura giennense del siglo XIX. Los fondos del Museo Provincial de Jaén. Jaén, 1992.
[4] Un pormenorizado esrudio de esre amateur, tanto de su biografía como de su producción fotográfica, es el de Cerdá Pugnaire, Julio A., Lara Martín-Portugués, Isidoro y Pérez-Ortega, Manuel Urbano, Del tiempo detenido. Fotografía etnográfica del Dr. Cerdá y Rico. Jaén, 200 l. De estos tres autores conviene reseñar "Imagen de la mujer giennense en la obra fotográfica del Dr. Cerdá y Rico", en El Toro de Caña. Número 6. Jaén, 2001.
[5] .- Empleo la voz aceituna y no oliva para referirme al fruto del árbol, pues a un jiennense castizo nada le suena peor que esa confusión terminológica, ya que prefiere reservar el vocablo oliva para referirse al árbol, pues el hecho de admitir la doble condición de masculina y femenina la palabra (olivo/a) entraña un acto de amor, al dotarse a la planta de un carácter femenino, de maternidad, algo semejante de lo que le sucede a la voz mar, porque es sabido que los marineros, para reforzar su pasión por la inmensidad del agua, le dicen la mar, feminizando el objeto amado/temido.
[6] .- Estas fotografías aparecen publicadas en la obra ya citada Del tiempo detenido... Págs. 394-399.
[7] - Estas fotografías aparecen publicadas en la obra de Eslava Galán, Juan, Las rutas del Olivo. Masaru en el olivar. Jaén, 2000. Págs. 35, 54 Y 72.
[8] .- Estos lienzos están reproducidos en la obra de González Llácer, Jordi,José Nogué Massó. Barcelona, 1990.
[9] .- Una excelente visión panorámica de la obra de Cristóbal Ruiz puede verse en Manuel Urbano, op. cit. págs. 267-272.
[10] .- Una reproducción facsímil de este cartel y del opúsculo que editó la II República es El aceite español es puro de oliva. Úbeda, 1999.
[11] .- En el CD Rom: Carmelo Palomino. Obra catalogada 1967-2000, editado junto con el catálogo, Carmelo Palomino. Exposición Antológica. Jaén, 2001, las obras que tratan el tema del olivo son, y cito sólo el número y el año: 11 (1969), 12 (1969),17 (1970),18 (1970), 19 (1970)\20 (1970), 21 (1970),23 (1970), 35 (1972),36 (1972), 37 (1972),174 (1975), 175 (1975),226 (1977), 348 (1988), 35(\(1988),493 (1994), 494 (1994), 496 (1994) y 499 (1994).
[12] .- La Estaftta Literaria, 2 de diciembre de 1967.
[13] .- Goya, 1973, número 113, pág. 61.
[14] .- Catálogo de la granadina sala de arte, Exposiciones y Subastas Carlos Marsá, con motivo de una exposición de M. Viribay en junio de 1974.
[15] .- Me estoy refiriendo a una serie de cuadros .entre los que destaca Jaén en primavera, óleo que figuró en la portada de la novela de Juan Eslava Galán Catedral, de Planeta, cuya primera edición fue en septiembre de 1991. Otro lienzo, de título homónimo pero diferente panorámica de la ciudad, fue publicado también en un libro de Juan Eslava, Las rutas del Olivo. Masaru en el olivar, en concreto en la pág. 5.
[16] .- Un completo repaso del proceso creador de este.olivo broncíneo, así como su presentación en sociedad, puede verse en Paisajes, suplemento cultural del diario JAÉN, con fecha 25 de marzo de 19.97.
[17] .- El poema de Juan Rejano, así como el de Mahmud Sobh que encabeza este trabajo, han sido extraídos del magnífico libro de Manuel Urbano Pérez Ortega, Coplas aceituneras. Jaén, 1997.